La corriente del Cuerno de Oro empujaba el caique dulcemente, y el remero sólo tenía que dar débiles paletadas para seguir el viaje. Había desaparecido el sol, los minaretes de Constantinopla cortaban con su blanca línea un cielo suave, teñido de rosa y violeta. Una estrella centelleaba en ese inmenso telón de seda, como un brillante perdido.
Vicente Blasco Ibáñez